Sin un espacio por el que moverse, presionados al sedentarismo, los indígenas Ese Ejjas al norte del departamento amazónico de La Paz corren el riesgo de perder su seguridad alimentaria.
Por Karen Gil
Ciudad de México, 23 de noviembre (OpenDemocracy).- “Así nomás vivimos los ese ejjas”, afirma Miguel Costas, pescador indígena, después de bajar de la canoa en la que llegamos a Corte de Copacabana, una de las playas del río Beni. Aquí acampan cuatro familias de Eyiyoquibo, la comunidad de la cultura más recientemente sedentarizada. Las familias llegaron a mediodía con el fin de pescar para vender el producto y disponer de dinero con el que subsistir.
Salieron hace dos días de Eyiyoquibo, ubicada a 15 minutos del poblado de San Buenaventura, municipio amazónico del departamento de La Paz. Hicieron una parada en otra de las playas, donde no tuvieron mucha suerte con la pesca. Esperan que les vaya bien aquí y en las cercanías, pues ya recorrieron río abajo durante unas ocho horas.
Son las cuatro de la tarde del último jueves de agosto de 2022, y con 35 grados centígrados de temperatura las familias se afanan por realizar diferentes tareas. Algunas mujeres destripan pequeños pescados recién atrapados, las más jóvenes se cubren del fuerte sol bajo los campamentos armados con palos y trozos de nylon o telas, los hombres desenredan las redes y los niños corren desnudos y se bañan en las aguas del río.
Miguel —de 30 años, tez morena y 1.50 metros de altura— es el presidente de la Asociación de pescadores de Jajhui de Eyiyoquibo, creada en 2005, pero con reciente funcionamiento. Él y Yoni Sossa —un joven de 22 años, quien asiste al motorista de la embarcación que nos trajo— repiten una y otra vez: “Así nomás vivimos los ese ejjas, por el río, como nuestros abuelos”.
Esa tradición ancestral les ha valido ser reconocidos como un pueblo de río, un pueblo que fluye, que se mueve, que es nómada. Es cierto que hoy ya disponen de un espacio fijo, Eyiyoquibo, donde se asentaron en 1999, pero aún son itinerantes. Es normal que familias enteras, inclusive con perros y gallinas, se trasladen durante meses a varias playas del río Beni.
Ernesto Guajo Guajo, uno de los pescadores, llegó con su esposa, mamá, suegro y cuatro hijos. Todos ellos se embarcaron en la travesía ni bien su hija menor cumplió un mes de nacida. Ahora, la pequeña Arlín duerme en brazos de su hermana mayor.
Nacido en Perú y crecido en San Miguel de El Bala, en el Parque Nacional Madidi –como muchos de los que actualmente habitan Eyiyoquibo–, Ernesto Guajo Guajo tiene 34 años. En este momento llega a la orilla y, sentado en la punta delantera de su canoa, dice: “Hemos ido por carnada”.
La cultura de los ese ejjas es transfronteriza, vive entre los ríos de Bolivia y Perú desde antes de la Colonia. En el territorio boliviano, este pueblo indígena se mueve entre Pando, Beni y La Paz.
Se trata de un pueblo en primer contacto o en contacto inicial con el Estado, lo que quiere decir que no está totalmente integrado a la sociedad nacional, tal como consta en el informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH, 2013) a partir de la información del Gobierno boliviano. Ese documento resalta que este es uno de los 10 pueblos indígenas en situación de aislamiento y contacto inicial (PIACI) en Bolivia
En el caso de quienes son parte de la comunidad de Miguel, esa condición los invisibilizó ante el Estado, principalmente durante el proceso de saneamiento de tierras bajas iniciado en la década de 1990. Por ese motivo, actualmente no cuentan con territorio indígena, así lo explica el estudio Ese ejjas de Eyiyoquibo, pueblo indígena en contacto inicial: Entre territorios cercados y medios de vida en crisis, realizado por la Fundación TIERRA en alianza con Welthungerhilfe (WHH).
“Cuando las brigadas del INRA (Instituto Nacional de Reforma Agraria) empezaron el trabajo de campo, la reacción del pueblo ese ejja fue retrotraerse (irse al río en busca de nuevas zonas), lo que los invisibilizó como sujetos de derechos territoriales, y sus territorios ancestrales fueron apropiados por terceros con capacidades de cumplir con los trámites administrativos”, destaca la investigación.
Esa situación hace que, por donde antes transitaban libres, los ese ejjas deban pagar una suerte de impuesto, por ejemplo, a los indígenas del pueblo tacana. Tal extremo pone en riesgo la subsistencia del pueblo y de su cultura, pues, como destaca el informe, para los pueblos indígenas que tradicionalmente viven de la pesca y de otros recursos del río, este es esencial: “No es solo un bien de consumo o medio de transporte, sino su territorio en sí mismo”.
Para los ese ejjas, efectivamente el río lo es todo, y para los habitantes de Eyiyoquibo, es la fuente de recursos para sostenerse; además, es el proveedor principal de su ya escasa y poco variada alimentación.
Lo que se gana en dinero, en todo caso, no es suficiente, ni para justificar todo el esfuerzo y tiempo de la pesca ni para cubrir los gastos que demanda vivir en una comunidad periurbana.
En la actualidad hay al menos tres modalidades de pesca, según se disponga o no de herramientas o facilidades para acceder al mercado: la que los ese ejjas llaman “empatronados” –pescar para alguien más–, la que se hace por cuenta propia y aquella que se realiza siendo parte de la asociación. La mayoría lo hace bajo la primera modalidad.
Esta mañana alcanzamos precisamente a los ese ejjas empatronados navegando a tres horas de distancia hacia abajo; nos dijeron que su misión era llenar el frízer con al menos 350 kilos de pescado, pero que luego de casi una semana habían obtenido solo algunos pacús y sábalos. Hoy, la suerte se puso de su lado, pues encontraron un paraíba, uno de los peces más grandes del río Beni con sus más de 80 kilos sin la cabeza y la aleta. Estas presas sobrantes servirán para la alimentación de las familias en el río.
“Hay un comprador esperando en La Paz”, nos dijo el pescador mientras carneaba y limpiaba el enorme pescado. Por kilo cobrará, con suerte, 15 bolivianos, mientras que esa misma cantidad será comercializada en la sede de Gobierno por alrededor de 40 bolivianos.
Ernesto, otro de los pescadores que se encuentra en Corte de Copacabana, está a cargo de una nevera y confía que logrará llenarlo en dos semanas. Al igual que los otros ese ejjas que trabajan empatronados, recibió un monto de adelanto que le sirvió para la compra de gasolina, y cuenta que los “patrones” a veces pagan 10 bolivianos por kilo.
Es otro día, y son las seis de la mañana. Ernesto encontró un pescado en una de sus trampas, nos lo muestra desde el bote en el que van él y sus tres hijas pequeñas.
A unos 15 minutos de distancia nos topamos con Pablito Sossa –hermano mayor de Yoni y cuñado de Ernesto– justo en el momento en el que revisa las dos trampas que templó ayer por la tarde. “No hay nada», dice desde su bote.
Él, a diferencia de Ernesto, está viajando por cuenta propia y almacenará pescados en una bolsa térmica, ya que el dinero no le alcanza para acceder a una nevera, aunque apunta a disponer de uno con la ayuda de la asociación de pescadores. A él ya no le convence trabajar para otros, dice que se gana muy poco. Espera vender los pescados a 18 bolivianos el kilo. No prevé quedarse mucho tiempo, pues trabaja al raleo, y en cuanto llene su bolsa retornará a Eyiyoquibo.
La tercera modalidad, como miembro de la asociación, apenas comienza a aplicarse. Se trata de un proyecto que se ha rehabilitado con los recursos económicos otorgados por la Autoridad Boliviana de Carreteras (ABC) como compensación de los impactos ambientales ocasionados por la construcción de la carretera San Buenaventura-Ixiamas, que pasa al lado de Eyiyoquibo. Son 40 socios en general y 15 socios activos. El fin de esta asociación es encarar la burocracia de forma colectiva, y que la pesca sea una actividad sostenible.
A inicios de semana salieron a pescar los dos primeros beneficiarios llevando sendas neveras que alquilan de la asociación por 300 bolivianos el viaje. Se encuentran a un día de distancia río abajo y retornarán en dos semanas, aproximadamente.
Pablito —de 31 años— tiene hijos en edad escolar, por eso viajó solo, y su esposa se quedó al cuidado de los pequeños. “No tenemos más trabajo, ¿de dónde vamos a tener? Nosotros somos indígenas, no podemos aprender otras cosas porque siempre paramos en el río, pescando; con pescado nomás mantenemos a las familias”.
El hombre asegura que lo que gana no es suficiente y que por eso su alimentación se basa principalmente en pescado, plátano y arroz. A veces, cuando la situación es mucho más precaria, los niños tienen que ir a pedir limosna a Rurrenabaque.
“Yo estoy preocupado por mi mujer –revela ahora—, no he dejado ni un kilo de arroz allá. Mi papá le atiende, pero yo estoy preocupado. He venido a pescar para comprar víveres. A veces quedamos hasta tres semanas sin pescar y lo que pescamos es para comprar arrocito, azuquitar, aceitito y, cuando se requiere, materiales escolares”. Espera pronto encontrar pescado en las trampas que puso en el río, llenar su pequeña bolsa y retornar a Eyiyoquibo con su familia.
EYIYOQUIBO Y SUS LIMITACIONES
Fátima Guajo Guajo —morena y delgada, viste una solera fucsia con la imagen de Bob Esponja y shorts del mismo color con logos de TikTok— sostiene a Emily, su bebé de cinco meses, la última de sus cinco hijos, en el umbral de su vivienda en Eyiyoquibo. Fátima es hermana de Ernesto y está casada con Pablito Sossa. Actualmente, ella se encarga de la crianza de sus hijos; algunos ya van a la escuela. En vacación escolar, ella y los pequeños también van al río.
Al igual que gran parte de las mujeres que se quedan en la comunidad a cargo de sus familias, Fátima combina el cuidado de su hogar con la búsqueda de otros modos de subsistencia. Mientras cuida a los niños, suele tejer canastas y sombreros con jipijapa y otras hojas de monte —principal actividad económica de las ese ejjas—, aunque por ahora dejó esa labor para atender a su bebita que nació con un problema de salud en la cabeza que la madre no sabe explicar.
Fátima habla ese ejja y muy poco español, al igual que muchas comunarias. Responde con una o dos palabras. Por eso, Yoni —su cuñado, con quien retornamos a mediodía de río abajo y que habla mejor castellano— ayuda a traducir y a complementar algunas explicaciones.
En Eyiyoquibo —que se traduce literalmente como “pie de montaña” en idioma nativo— viven alrededor de 100 familias ese ejjas, según datos de la Capitanía de la comunidad. Este territorio, ubicado en el área periurbana de San Buenaventura, exige a sus habitantes cubrir necesidades que antes, por su vida nómada en los campamentos temporales a orillas del río, no requerían.
Desde su sedentarización, iniciada en 1999 y formalizada un año más tarde, sus habitantes deben pagar por los servicios de luz, agua e impuestos; además, tienen que considerar los gastos que demanda la escuela. Eso significa que los pocos ingresos deben costear esas expensas y la alimentación. Esta última es relegada.
—¿Qué comen? —pregunto a Fátima.
—Arrocito, fideíto, plátano, —responde, con risa nerviosa.
—¿Y pescado?
—Sí, también.
Este último producto se come cuando hay excedente; la mayor parte de la pesca se destina a la venta.
Uno de los motivos por los que los primeros ese ejjas acamparon en este lugar –inicialmente de forma temporal– fue el acceso al agua y los peces del río Beni; sin embargo, en 23 años las condiciones han cambiado. En época seca (entre abril y octubre) el caudal del afluente es mínimo, por lo que los pobladores se ven obligados a buscar otros puntos de pesca.
Como muchos infantes de la comunidad, algunos de los niños de Fátima y Pablito tienen los cabellos castaños, casi amarillos, color que se contrasta con su piel morena. Esa característica también se ve en las adolescentes y mujeres jóvenes, como la esposa del primo de Yoni, quien baña a su bebé en la pileta de su casa.
La malnutrición no solo afecta la salud física, sino que también está asociada con el deficiente desarrollo cognitivo.
“Es evidente la malnutrición generalizada en niños, todos tienen signos de desnutrición proteínica: delgados, vientre abombado, síndrome de materia en los cabellos”, asegura Édgar Lima, investigador de la Fundación Construir que trabaja en resolución de conflictos y diálogo en la comunidad. El investigador explica que la malnutrición no solo afecta la salud física, sino que también está asociada con el deficiente desarrollo cognitivo.
Esta situación preocupa a las madres de familia, por ejemplo, a la tocaya de Fátima. La tercera de sus cuatro hijos está desnutrida y por eso aparenta tener cuatro años, aunque tiene más de seis.
“Los niños no comen, no conocen la comida. Solo comen fruta. Aquí están al límite de la desnutrición. Yo misma estoy experimentándolo con mi hija”, nos dirá más adelante Fátima Lipe. A sus 32 años, ella divide su tiempo entre cuidar a su familia y trabajar en lo que puede para generar ingresos y comprar alguna vez carne y otros alimentos. En época de lluvias, también pesca, a orillas de la comunidad, con lianas para proveer algo de proteína a sus hijos.
El capitán grande de Eyiyoquibo, Oscar Lurisi, explica lo que parece evidente: “Lo único que comen aquí es arrocito puro y eso no es tan nutritivo. A algunas familias no les falta la alimentación, pero la mayoría no se alimenta las tres veces al día”.
Esta problemática, que afecta principalmente a la niñez, no es atendida de manera efectiva por el Estado ni por las organizaciones de la sociedad civil. “No tenemos ninguna política de alimentación. Estamos preocupados por su salud y educación; buscamos cómo incorporarlos a la vida laboral. Por el momento, no tenemos una política (alimentaria), pero vamos a tener que elaborarla quienes estamos a la cabeza de instituciones estatales”, compromete el alcalde de San Buenaventura, Luis Alberto Alípaz.
Uno de los motivos de la escasez de víveres –además de la falta de ingresos– es que pocas familias cuentan con chacos para producir sus alimentos, como hacen otros pueblos indígenas con territorio. Algunas tienen pequeños espacios dentro de las nueve hectáreas de la isla ubicada frente a la comunidad, pasando el río, donde cultivan plátanos y algunas frutas de temporada.
Allí, Adela Costa, de 58 años, termina de cosechar plátano verde junto a su nuera e hijo. Mientras se acomoda la bolsa de plátanos en la cabeza, cuenta que, en muchas ocasiones, los cultivos quedaron anegados por la crecida del río.
Adela sufre de dolor de rodillas, que atribuye a la contaminación por mercurio que afecta al río Beni. En sus aguas desembocan afluentes que arrastran el nocivo metal usado para la explotación de oro río arriba. Un estudio de la Red Internacional de Eliminación de Contaminantes, de 2021, reveló que los cuerpos de las mujeres de Eyiyoquibo presentan niveles extremadamente altos de mercurio.
Son las cinco de la tarde y Adela se apura en regresar a su casa a través del río, tiene muchas otras tareas por hacer. Entre otras actividades, ella también se dedica a la crianza de gallinas ponedoras, proyecto del Plan para Pueblos Indígenas (PPI), desarrollado con dinero de la compensación, que beneficia a menos de la mitad de las familias.
Gracias a ayuda externa, desde 2021 en la comunidad también se crían chanchos. La venta de cerdos significa un importante aporte económico, pero estos animales disputan el espacio con los comunarios. En la casa de Adela tuvieron que poner una tranca porque el cerdo llegaba al patio, donde está la cocina, y hacía caer los utensilios. Algo similar le pasa a Fátima Lipe, quien muchas veces despierta con la chancha al lado de su cama.
Eyiyoquibo no tiene espacio suficiente. Las 10 hectáreas —compradas, a nombre de la comunidad, en 2004 por los misioneros evangélicos “Nuevas Tribus”, que tuvieron fuerte influencia en el proceso de sedentarización y aculturación— se han reducido por las crecidas del río. Ahora, las viviendas, los criaderos de pollos, los chiqueros y los espacios comunes ocupan poco más de siete hectáreas, según explica Lurisi.
Hay, pues, una crisis socioterritorial: 100 familias viven en siete hectáreas (en algunas tierras ganaderas una vaca tiene derecho a cinco hectáreas).
“El espacio urbano que ahora ocupan bajo el denominativo Organización Territorial de Base Eyiyoquibo es insuficiente para garantizar medios de vida sostenibles en el marco de su libre autodeterminación, por lo que su supervivencia como pueblo indígena está en riesgo”, afirma una de las conclusiones del mencionado informe de la Fundación Tierra.
Irene Mamani, coautora de la investigación, insiste en que un pueblo indígena sin territorio está destinado al etnocidio e, incluso, al genocidio.
Son las nueve de la mañana de sábado y tres comunarios que fueron al monte acaban de llegar con carne de tatú, que comparten con algunas familias en la cancha de la comunidad. Ellos se adentraron seis días en las nuevas tierras que el INRA, recientemente, dotó a 27 familias de Eyiyoquibo, en 2021, de manera colectiva.
El ingreso a la nueva tierra no es fácil, pues no se halla a la orilla del río y está a unos 50 kilómetros de distancia de la comunidad y, para acceder, los comunarios tuvieron que pedir una serie de permisos a terceros (tacanas, propiedades privadas y a la estatal empresa azucarera).
La dotación de tierras se dio después de la demanda de la Central de Pueblos Indígenas de La Paz (CPILAP) —entidad matriz a la que está afiliada la comunidad—, pero no en las condiciones óptimas. El INRA entregó 932 hectáreas en calidad de dotación ordinaria y no como territorio indígena, tal como correspondía, lo que beneficia solamente a 27 familias.
Ese espacio es insuficiente, remarca el presidente de la CPILAP, Gonzalo Oliver. “Como CPILAP hemos priorizado dentro de las demandas territoriales a todas estas familias ese ejjas que no tienen acceso a la tierra, para que puedan ser consideradas en una nueva dotación o, en lo posible, en un nuevo proceso de saneamiento como Tierra Comunitaria de Origen (TCO)”, explica Oliver.
Las autoridades indígenas dicen que cuando el INRA levantó el censo para la dotación, las familias no beneficiadas estaban en el río o no contaban con documentos de identidad.
La falta de comprensión por parte del Estado respecto a la realidad de esta población que está en contacto inicial con la sociedad no es excepcional. Lo mismo sucedió con el plan de viviendas, que tomó en cuenta solo a 28 familias, así que el resto vive en casas precarias. Por ello, por ejemplo, la familia de Pablito y Fátima no cuenta con casa propia ni se benefició de las nuevas tierras.
Sin duda, el Estado boliviano no generó mecanismos ni políticas públicas para relacionarse con estos pueblos, como sí se hizo en Perú y Brasil. En 2013 se promulgó la Ley 450 de Protección a Naciones y Pueblos Indígena Originarios en Situación de Alta Vulnerabilidad; sin embargo, recién en septiembre de 2022 se aprobó el reglamento que, entre otras medidas, dispone la creación de la Dirección General de Protección a Naciones y Pueblos Indígenas Originarios (DIGEPIO).
Entretanto, las instituciones estatales aplican proyectos que discrepan de la mirada de desarrollo de los indígenas, y no respetan la interculturalidad. “Los que quieren ayudar o apoyar al ese ejja lo hacen a su manera, ignorando la visión de desarrollo de los ese ejjas, quienes principalmente se conciben como pescadores”, explica Jan Koenigshausen, investigador de la Fundación Construir.
Una de las primeras facetas que llamó la atención de Luis Salazar –el fotógrafo con quien llegamos hace una semana– es lo mucho que ha cambiado el lugar en los últimos 10 años. La primera vez que visitó la comunidad, todas las casas estaban construidas con jatata y otros materiales del bosque. No había escuela, por ejemplo.
Ahora existe una infraestructura escolar construida con recursos del PPI, pero solo una de las tres aulas funciona, así que los niños pasan clases debajo de un árbol. Se espera que en una semana se inauguren las otras dos.
Yoni es uno de los 130 alumnos de la escuela y espera graduarse el próximo año. El joven está preocupado por el futuro de su lengua nativa que le enseñaron sus padres, y que es una de las 36 lenguas originarias reconocidas constitucionalmente como oficiales en Bolivia.
“Yo no aprendí de escuelas; de vocal y abecedario, eso no tengo”, nos dijo Yoni una de esas noches navegando por el río. Las clases incluyen el ese ejja solamente en los primeros cursos, luego todo es en castellano. Sin embargo, las mujeres indígenas lo hablan fuerte entre ellas, como si estuvieran enojadas, aunque sus risas dicen lo contrario.
El miedo de Yoni, de Miguel, Fátima y de muchos otros comunarios es que su lengua, que se usa en lo cotidiano para transmitir sus alegrías y sus penas, sus sueños y esperanzas, se pierda y, con este, su cultura.